Salgo de casa y miro a ambos lados de la calle, me decanto, creo que por puro instinto, hacia el soleado y más cálido. No he andado ni treinta metros cuando me aborda una señora a la que le calculo siete décadas.
—Disculpe, caballero. ¿Es usted de aquí? —me pregunta.
—Sí, soy de aquí —afirmo sonriendo.
—Yo es que viví aquí de niña hace muchos años. Cumplo los 73 el mes que viene, si Dios quiere. ¿En esta calle había un cine, verdad? Es que está todo tan cambiado, sobre todo la gente, todo extranjeros —me pregunta y apostilla.
—El cine “Odeón”, que antes se llamó cine “Encomienda”. Ahora es un Hostel —respondo.
¿Un qué…? —vuelve a preguntarme.
—Como un hotel, pero con habitaciones comunales—. Mire, ahí mismo hay otro, son una plaga.
—Cuánto ha cambiado el barrio, ¡Jesús bendito! —exclama y suspira.
—No se imagina. Pero siempre ha estado cambiando, nunca se está quieto. Bueno, que usted lo disfrute —le digo y la dejo a mi espalda al proseguir mi camino con unos puntos suspensivos en algún lugar de mi mente, que, por la sensación, ubico tras la frente y no muy lejos del hueso.
Sin poder ni querer evitarlo, esos puntos suspensivos desembocan en una verborrea mental, párrafo aparte, por la que discurren imágenes recordadas, sensaciones y remembranzas. El cine, la sesión continua, su aroma espeso a ozonopino y “Solo ante el peligro”. A lo lejos suena un organillo. Será el de la plaza de Tirso de Molina. “Mujeres de la vida” en cara esquina, bajo la farola, balanceando el bolso, los labios rojos y un pitillo colgando indolente de la comisura, tabernas, bodegas y cervecerías a cada paso y los golpes retumbantes en los adoquines que daba el sereno con su chuzo cuando todos los gatos se vuelven pardos. Lo miro con ojos de cinco años. Aquí había un cine y una carbonería y un zapatero remendón, una lotera y una aguadora en la plaza con dos botijos cuando esa señora y yo éramos niños.
No sé qué magia hace que por este barrio siempre hayan pasado los mismos personajes reencarnados: los borrachos, los juerguistas, los activistas, los artistas y los músicos con sus músicas acuestas. Cuando una generación se va la siguiente llega. Dos gitanos de provecta edad cruzan la plaza con sendas guitarras enfundadas. A los artistas, sobre todo a los músicos se les nota mucho el oficio cuando te cruzas con ellos por la calle, a los juerguistas y a los pendencieros también se les nota, a los activistas algo menos.
Claro, que ha cambiado el barrio y también ha sufrido periodos oscuros: los yonquis, los narcos y su submundo. También cuando de pronto los despachos de casquería, las bodegas, las carbonerías y tantos otros comercios tradicionales se transmutaron en almacenes al por mayor, sobre todo chinos y parte del barrio tubo como un ambiente portuario. Cajas de cartón y embalajes ocupando las aceras, rótulos en caracteres mandarín, estibadores de tierra adentro cargando y descargando furgonetas de sol a sol. Los días de niebla, en mi calle uno ya no sabía si estaba en Lavapiés o en Hong Kong. Pero gracias a las disposiciones sobre la preferencia residencial y la peatonalización, los almacenes al por mayor desaparecieron en gran parte y dio comienzo el proceso de la gentrificación, lento pero sin pausa, solar a solar, desahucio a desahucio, inversor tras inversor, con sus sombras y sus luces, aunque fueran solo de candilejas. Los yonquis, el narco y su submundo no han faltado nunca, ni en el confinamiento, aunque también va por rachas.
El movimiento vecinal, el movimiento ocupa y otros muchos y variopintos movimientos se opusieron con encono a la voracidad de la gentrificación, a lo cual los inversores hicieron oídos sordos. Plata o plomo. Así que fuimos invadidos por una oleada tras otra de efímeros vecinos que se asientan unos días en la ladera donde los aborígenes habitamos desde hace siglos.
El barrio al completo se dedicó en cuerpo y alma a los turistas, a pesar de los activistas, los artistas y músicos y todos los movimientos habidos y por haber. Poderoso caballero es don dinero, el que llueve sobre el barrio, aunque no a gusto de todos. Nos tildaron de ser el barrio más multirracial de Europa. Llegaron a proclamarnos el barrio más cool del mundo y en la plaza de Tirso de Molina convivieron y conviven los desarrapados y “Medias Loli”, la disco de moda y aquí seguimos, con nuestros conflictos y desdenes, con nuestro magnético influjo y nuestra forja de rebeldes.
Hasta en las guías de algunas líneas aéreas venía reseñado, cuando existió durante unos años en un amplio solar junto al mercado de la Cebada, el afamado “Campo de Cebada”, centro cultural, social y deportivo a cielo abierto en el extremo oeste del barrio, rebosante de músicos, de artistas, de activistas, movimientos y asociaciones de todo tipo. “No se lo pierdan, sobre todo los domingos por la mañana”. Hace unas semanas, Leo Bassi, el actor cómico italiano, infló un flotador con cabeza de pato, muy amarillo, de doce metros de diámetro y siete u ocho de altura y en el recinto celebró una ceremonia “patólica”. Todos los domingos hay “Cantamañanas”, a un paso del Rastro, en verano cine al aire libre, poesía, debates, payasos…”.
Sí, señora, cuánto ha cambiado el barrio y sin embargo, por qué a algunos aborígenes, que hemos sigo músicos, artistas y activistas, de todo un poco, nos da la sensación de que en el fondo no ha cambiado tanto, que su espíritu sigue siendo más o menos el mismo, como si se actualizara, como si fuera un fractal que se remeda lo largo del tiempo. Será que lo da la tierra, será que lo da la inercia de tanto como lleva acumulado, será por lo que sea.
—Sí, soy de aquí, de Lavapiés. Were are you from?
Enrique Carriedo